Thursday, August 16, 2007

La Duda

La narrativa que se presenta después de esta inadmisible presentación puede que sea más absurda. Su génesis se remonta a un evento igualmente estúpido. Invadido por mi innegable y repetitiva condición, alguien asumió papel de redentor (o redentora) y pontificó clichés que sin duda creyó tendrían poderes paliativos. No pude vomitar porque llevaba un ayuno de dos días. Su ecolalia plagiada de libros de auto-ayuda y su delirante suposición de que podría salvarme me obligaron a recordar el intercambio que alguna vez leí existió entre Diógenes de Sinope y Alejandro Magno. De esta forma, le pedí a tal persona que se apartara de mis tinieblas porque obstruía el espacio en que podría llegar la verdadera iluminación. Finalmente, me dejó solo, blasfemando mientras yo pensaba barbaries, y esto es lo que se me ocurrió. La conexión se da entre lo que vemos, lo que creemos ver, y lo que somos capaces de ver. Es un dilema filosófico que aún no se ha resuelto. Y, qué dicha, porque si no, todo sería perfectamente previsible.


LA DUDA

Es extraordinario que todo lo que ocurre detrás de las paredes sea perfectamente describible. Cuando niño, a pesar de que el abuelo me haya atribuido dones y que mi corazón me decía que la lógica del viejo era más exacta que la de mi madre, yo me convencí que la fantasía de mi mente pueril me obligaba a inventar cosas que al paso de los años se me olvidarían. Incluso, hasta hace poco, creí que todo no era más que una superstición, una absurda coincidencia basada en expectativas y observaciones previas. Sin embargo, muchos confirman, invariablemente, que todo lo que observo es exacto. Como esa creciente comezón en la pierna izquierda que el lector siente mientras lee lo que ahora escribo, o la aseveración de que, al descubrir el hormigueo, tal reacción no sea más que una sugestión mental manipulada por mis palabras. Sin duda, este ejercicio puede considerarse como un juego psicológico. No obstante, también sugiere la complejidad y la condición paradójica de la coincidencia inexplicable de manera lógica que usualmente reconciliamos a través de la ilógica superstición. En efecto, aquellos fenómenos de la mente que evaden los límites del paradigma en turno inequívocamente se relegan a la metafísica, que no explica nada a menos de que se le considere ciencia y que, en caso de que tal privilegio se le otorgue, se le desacreditaría rápidamente por las ciencias establecidas porque sólo explicaría la posibilidad de probar lo inexplicable. Sin embargo, es posible que el razonamiento psicológico pueda que también sea víctima de las supersticiones. Por eso, de un tiempo a la fecha, tal vez muy cercano, he dejado de creer en supersticiones y explicaciones lógicas. Acepto, quizá con el apoyo del abuelo, la fácil habilidad de describir lo indescriptible que se confecciona detrás de las paredes.

En la casa contigua, por ejemplo, una pareja fornica salvajemente. Eso se comprueba fácilmente por los gritos de satisfacción que ambos emanan. A todos los vecinos se nos ha obligado escuchar ese vulgar despliegue de emociones por lo menos dos veces durante cualquier semana. Sin embargo, él nunca ha sabido que ella finge, porque un hombre es incapaz de fingir un orgasmo y no sabe de esos métodos que las mujeres, sobretodo ella, han perfeccionado. Yo lo sé porque la he visto, extraordinariamente, a través de las paredes, con sus gestos de fastidio mientras él mantiene los ojos cerrados en su egocéntrico éxtasis. Y, la verdad, la desgana nada tiene que ver el hecho de que ella haya experimentado múltiples orgasmos con su amante horas antes del simulacro. Nunca ha estado tan fatigada como para no sentir porque, cuando él duerme, ella siempre se masturba pensando en el amante y hallando lo que nunca encontró con el marido minutos antes.

Tristemente, yo me doy cuenta de esto y otras cosas, como el caso de la niña que no puede dormir porque es asediada por fantasmas que sus padres le aseguran que no existen, pero que ella y yo vemos desde nuestro respectivo punto de referencia. O como aquel del anciano que aceptándose abandonado por sus hijos intenta suicidarse todas las noches con el flagelante cuchillo del coñac, pero despierta todas las mañanas, llorando la pena de no haber muerto alcoholizado, y se reprocha la obscenidad de haberle temido a la furia de un cuchillo verdadero. También observo las manipuladas dichas entre alcohólicos pederastas o entre exitosos hombres de negocios que festejan sus embustes creyendo que no han comprado sus conquistas. Incluso, muy de vez en cuando, también observo la intensa felicidad de madres abrazando hijos, de enamorados que libran todo obstáculo, o de artistas explotando en su nirvana durante la síntesis de una obra maestra. Lo extraordinariamente raro es que, ponderando en mi existencia y sabiéndome como objeto posicionado frente a un espejo que debe reflejarme, no he podido ni puedo ver nada de mí durante todos los años y toda la vida que he extinguido. Y así, todos los niños, todos los hombres falsos, todas las mujeres felices o infelices, todos los alcohólicos o pederastas—todas las imágenes—se concentran dentro y fuera de mi mente provocando un mareo que el abuelo trata de curar cuando me repite, incansablemente, que me ama, que debo de creer en mí, que debí de tener esperanza.

Y yo le creo al abuelo, mientras él, tristemente, me amortaja.