Monday, April 20, 2009

Hoy

Amanecí por necesidad fisiológica—porque a la noche la faltan horas para seguir durmiendo—mientras un ave etérea entonaba un canto reconocible muy cerca de mi ventana. Deseé ferozmente que mi despertar fuese aún parte de algún sueño, el mejor de la noche, pero el reloj y la radiante luz de la mañana me obligaron onerosamente a aceptar la realidad. Para sobrevivir los últimos tres días habité la irrealidad de una novela que jugaba con el umbral de la ficción y la verdad, pero la lectura de 668 páginas dura un tiempo definido, incluso cuando se posterga intencionalmente. Usualmente, el prospecto del trabajo me ilusiona porque es una tarea que me distrae, pero hoy hubiese preferido reportarme enfermo. Ciertas escenas de mi último sueño comenzaron a inundar mi mente: un café, una ciudad que era el crisol de todas las ciudades que he visitado en mi vida, un rostro irreconocible que era muy familiar a mi existencia. La nitidez de las imágenes soñadas me sorprendió. Al estar despierto y consciente, intenté reconocer el rostro del sueño, pero aún así me eludía. Creí que eran sugestiones de la novela, pero nada de lo que soñé correspondía a la narrativa. Blasfemé la novela de Fowles por no haberme liberado y acaricié a Sócrates, el perro que me tiene de mascota, antes de levantarme.

Se puede argüir que en el trabajo desempeñé mi papel de tergiversador de realidades el porcentaje necesario que las ciencias sociales sugieren. Sin embargo, a mis clientes más astutos, aquellos más alejados de la realidad, no se les puede engañar. Acostumbrados a interpretar su medio ambiente a través emociones básicas, ellos me descifraron antes de que pudiera ocultarlo. Hoy no lo negué, aunque me haya rehusado a dar explicaciones que ellos ya sabían. “Te entiendo,” me dijeron mientras Coltrane se escuchaba en el fondo. Supe que me entendían, a pesar de que las fuentes de nuestros respectivos dolores fuesen diferentes.

En algún momento del día sentí la urgencia de tomar el teléfono y hacer una llamada que reprocharía por el resto de mi vida. Opté por la música para encontrar catarsis y la canción de un amigo casi me pone a llorar. Es decir, no lloré porque temí que alguien me escuchara.

Mi madre y yo a veces nos proveemos de apoyo moral de una manera absurda, aunque común y eficaz: ella sabe lo que siento, yo deseo contárselo, pero nunca hablamos al respecto y simplemente nos acompañamos. La visité, quizá, para no regresar a mi (i)realidad. Compartiendo junto a ella parte de la tarde frente al televisor todas las emociones del día me llegaron de golpe. Y lo peor de todo es que la caída fue propiciada por una telenovela.

“¿Estás llorando?” preguntó mi madre.

“Bostecé,” dije. “Tengo sueño.”

Porque me entiende, mi madre cayó, pero ambos sabíamos que la canción de la telenovela fue la causante de mi llanto (Mañana es para Siempre, Alejandro Fernández).

Y, también, que el rostro irreconocible que me perseguía en mi sueño es la cara del amor que nunca volveré a ver.

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