Vos sos la mujer irremediable,
y por ente indescriptible.
y la que en cada ejercicio de concepción
.
In an age when mergers of all kinds occur, TROVANGUARDIA es un lugar cibernético en donde información, creatividad y lenguas se reunen to create a syncretism between literature, art, music, politics, and culture.
Aquél amor fue jauría
que doblegó los sentimientos
y fundó vitalidad
en pasión enardecida.
Aquél amor ofendió credos y distancias,
defendió su causa a flor de piel
con sus férreas garras y sometió,
victoriosamente,
la contienda cruel del antagónico destino.
Aquél dúctil amor de miradas reflejadas,
de reciprocidad en la premura de su hecho,
magistralmente se forjó en candentes sinfonías
y aseguró indeleble huella
en el descanso del abrazo.
Aquél amor blasfemó toda corriente
obstinada en robarle su motivo
y se refugió en vigilia de esperanza;
escribió su historia entre muros de agua
y burló todo lenguaje en fertilidades áridas.
Aquél amor fue jauría de encontrados sentimientos,
pero hoy es sólo perro negro buscando su guarida,
abandonado en tus calles desoladas.
.
.
Desperté alguna vez que estaba consciente
para adormecerme en un sueño.
Entonces viví y disfruté de glorias inéditas
e infiernos malcontados,
sometí umbrales invencibles,
me subyugué ante frágiles debilidades,
recorrí caminos imprevistos
y fui en dimensiones aledañas,
me olvidé de mentiras
para recordar perdidas realidades,
reescribí algún pasado
intentando manipular un futuro,
abordé de lo dispuesto y,
su disponibilidad sobrecogida,
dispuso de mí con su abordaje,
dormí sin sus brazos y desperté entre ellos;
desperté entre sus brazos y dormí sin ellos.
Desperté alguna vez que estaba consciente,
pero ahora sueño para despertar.
.
Silencio
Habrá entonces que hablar de algo,
como se siente y objeta del recuerdo.
Habrá de hablarse negándole el todo,
diciéndole nada en de-estructuradas métricas
de la antítesis de lo permitido.
Existe mucho que sentir y de que hablar
en la evasión de lo indiscutible,
porque en la obviedad de la existencia,
a manera de burla,
sólo contamos con el significado.
Pero si en esta noche
el eco se rehúsa para interpretaciones,
callémoslo todo entonces y dejemos
que nocturnos gatos encarnen el deseo
emanándonos del alma.
Dejemos que perezca el eco en el placido silencio del sueño,
porque para entonces,
favorecidos del juicio de un subconsciente rezagado,
las palabras fluirán sin recelo
y la sonoridad del mundo externo
convergerá lluvia adentro, mar afuera,
entrañas emergentes ante el nacimiento
de una fortuita paradoja ineludible.
Habrá que hablar,
como se siente e impugna el sufrimiento,
pero para eso se requiere de palabras,
y hoy, ya no las tengo.
Y sin embargo,
mi silencio explota en matices infernales
y mi integridad la partes en dualidades opuestas.
Pero nada importa y todo vale
porque contigo se sobreentiende el riesgo de blasfemar,
y estoy dispuesto a cruzar una docena de umbrales
para hablar de ti y contigo en aquel idioma que me enseñarás.
No existe mejor excusa para condicionar la libertad de palabra
que muy dentro de la semántica de tu significado:
callarte, irremediablemente, conlleva a la obscenidad de la tragedia.
Callando se escapa la razón por algún resquicio inhóspito del alma
porque en mi cabeza navega libremente la sexedonia de tu verdad
a la cual me has invitado con la disponibilidad de tu mirada.
Callándote no comprendería de tus sentidos cuando
con un trozo de tu voz me regalas la complacencia de tu voluntad.
Con tu voz y bajo húmedos fonemas de tus extensiones desplegadas
existe la incomparable orgasmogenia del lenguaje,
y dentro del cenestésico control de sus palabras,.
olvidándonos de significado de poemas
o pudores incapaces de entender nuestra grafomanía somática,
escribiremos la epístola que realice nuestro mutuo hemerotismo restringido.
.
Huérfano de tu amor,
el deliriogénico hueco de tu ausencia
me obliga a labrar la insidiosa roca
con la que construyo un doloroso olvido.
Las pesadas piezas se acomodan
y el muro se levanta vago, oneroso,
delineando el fatídico perímetro
de este absurdo laberinto
que cae cada vez que te recuerdo
y reconstruyo cuando pretendo olvidarte.
.
Intangible existencia hoy con la ventana abierta
y nuestra historia tropezando en divergencia.
Imperceptible existencia aquí,
negando la intangibilidad
con tinta derramada como recuerdos,
entre palabras como símbolos,
arquetipos de representaciones inanimadas
hasta que un actor, algún parlante,
provea tangible esencia.
Intangible existencia
en este cuarto más vacío hoy,
con estos brazos sin rumbo,
en el letargo del paréntesis
con su inconformidad renuente.
Hay esperanza de regreso:
lo has prometido.
Como la duda promete escaparse
por la ventana abierta,
como una crisis existencial
suele ser padecimiento pasajero.
Has prometido volver y yo,
en esta intangible existencia,
te espero.
Mueran entonces el recuerdo
y su abortiva génesis
en la famélica fabricación del olvido.
Muéranse ya de indiferencia,
porque irreconciliable es
en el apogeo del desencanto,
la discrepancia entre la realidad y el sueño.
Guarde silencio el desacierto
y su acusadora burla de deceso:
hoy por hoy,
es contundente el triunfo de la muerte
en esta historia equívoca.
Entiérrese pues,
toda esperanza de compañía
entre longevas caricias y festivos besos.
No hay marcha a atrás:
el último renglón ha sido escrito
con tu afán atrincherado en el silencio.
En estos últimos días se ha generado un intercambio, algo absurdo pero divertido, en este blog. No me sorprende, ya que durante mi vida he conllevado circunstancias similares por razones homologas. Es decir, personas pretenden criticar lo que escribo con falacias (ad hominem) y cuando se les refuta en base al argumento en cuestión siguen atacando mi persona. Uno de los casos más evidentes y documentados sucedió cuando colaboré en un blog con un amigo durante las pasadas elecciones presidenciales en México. Se sobreentiende que en tales circunstancias uno provee su punto de vista, lo cual hice en varias entradas, pero al faltarle recursos para refutarme a quienes estaban en desacuerdo, optaron por atacarme y decir que escribía pura paja, que ni yo mismo entendía las palabras que utilizaba. Como científico social (cuento con corroboración universitaria en las áreas de Psicología, Sociología y Trabajo Social), podría enumerar los múltiples fenómenos que explicarían la conducta de tales individuos, pero los reservo para evitar cualquier tipo de confusión. Lo que no me reservo es ponderar en lo grato que es descubrir que mis estudios han valido la pena porque la actitud de esos individuos corrobora la mayoría de temas estudiados en clase, sobretodo la patología psicológica y la adaptación a un medio ambiente adverso.
Un tal Anónimo, por ejemplo, reitera que escribo pura basura, en lo cual estoy de acuerdo porque tal aseveración representa su punto de vista, pero su crítica termina ahí, convirtiéndola en pseudo-crítica, en el menor de los casos, y falacia en términos reales. Este blog incluye opiniones, poesía, o arte, pero Anónimo nunca se enfoca en el material expuesto y opta por insultar la calidad humana del autor. Es obvio que sea posible que esta persona deteste lo que escribo y me ataque a mí como su autor o que me deteste a mí y por eso me ataque, lo cual entiendo, pero le exhorto a que se enfoque en el material en lugar del autor para que su pseudo-crítica (léase opinión) se torne en crítica. Habrá que repasar las clases de lógica requeridas en la preparatoria o, en su ausencia, utilizar el sentido común que se supone es inherente en todos los humanos.
Eso me lo enseñaron ancestros quienes no terminaron la primaria antes de que yo cursara la secundaria.
Y después de ti,
el silencio más estentóreo
nunca antes escuchado.
Porque de tu furtivo devenir entre mi vida,
amándonos con la prontitud de tu algarabía,
nació la sinfonía más placida
en largos momentos de remanso.
Pero sin ti,
después de haberte ido,
el ruido de tu ausencia
colinda con umbrales abismales.
Después de ti nunca la muerte:
tan sólo una vida agonizante,
un amanecer sobre el otro y,
durante tu vivo silencio,
la exactitud de despertar sin un mañana.
No prometiste más que el subrepticio gozo
de tus aguas en nuestro haber desértico.
No complaciste sino tu sed amontonada
después de años en espera.
Estuve conciente, tal vez, del sueño,
como seguro estoy ahora que tu huida
la llamo por mil nombres.
Y sin embargo,
después de ti también tú,
vestida de esperanza,
dispuesta a brindar un desenlace
nunca antes esperado.
Una vez que el tiempo me libere
de la cárcel de tu insomnio—
cuando de su falso entorno
hayan surgido todos los gusanos
y de mi carácter amputada
se encuentre la esperanza—
ya no saldré corriendo
en busca del pasado,
pero te encontraré invariable
entre los escombros de sus minutos perdidos
y te reconstruiré, perfectamente,
en los múltiples umbrales de mi soledad enloquecida.
.
Todo después de todo
en la breve eternidad del gozo,
todo después de todo
durante confusiones absurdas
de una verdad tergiversada,
de una mentira en pedestal
adorada por el rebaño de la envidia.
Todo después de todo
cuando el ensueño se realiza,
mientras magias nutren su destello
con cadáveres de olvidos,
entre cambios de abandonadas pieles
y preciso intercambio de almas.
Todo después de todo
porque la caricia de por medio,
porque lo contrario se acobarda
entre voces perdidas que se encuentran en silencios.
Todo después de todo
porque las miradas sonoras gritan
la total algarabía de los milagros.
Todo después de todo porque,
como vital urgencia,
el vigor de una esperanza
repele todos los finales.
Todo después de todo y,
sin ti,
la longeva eternidad del desconsuelo.
narrándome promesas al oído,
la vivaz flor de tu mirada
abriéndose y cerrándose a mi paso
como sucinta manifestación de tu deseo,
la lluvia abrigando nuestros cuerpos
en la complicidad de una premura explícita,
la humedad de todos tus labios recibiéndome,
tus gritos instalados en el júbilo
implorando que permanezca adentro.
Recordaré olvidar todo el recuerdo,
como ahora lo sugieres,
y olvidaré recordar lo inmerecido:
todo el dolor de este regio desamparo,
la penumbra gélida habitándome
en noches desgarradas,
tu esencia indiferente a mis entrañables suplicas:
el martirio abyecto y oneroso
que viviré todos los días con tu abandono.
entre la vida y el averno:
la más alucinante visión
de un delirio efervescente.
Sus lánguidos peldaños y desgastadas cuerdas
proponen una expedición adversa,
pero la promesa de su logro
nos ciega ante la hostilidad del riesgo.
Durante la travesía,
entre tempestades y largos desconciertos,
el puente se alarga y nos domina,
se transforma en laberinto extenso
que flaquea la condición del alma
en pasadizos abarrotados de inseguridades falsas
o arquetípicos miedos.
Una vez que se retoma el mando,
después de mañanas que se vuelven sólo una mañana,
durante brisas vespertinas alentando el vuelo,
el viaje es pleno idilio
porque el puente se transforma
en jardines fértiles o límpidas promesas.
Una vez cruzado el insoportable abismo,
sin embargo,
la otra orilla se convierte
en punto equidistante entre el infierno y la existencia
porque el amor es también una gota de rocío
que se evapora con el calor de la mañana.
Una afilada lucidez
atenta contra mi locura
en esta nimia noche,
una grave lucidez se escapa
furtivamente de mi cuerpo
y con su flagelante filo
comienza a desangrarlo.
Una afilada lucidez
atenta contra todo,
pero nada importa
porque aún en la plenitud
de toda mi hemorragia
yo sigo amando tu locura
compaginada con la mía,
yo conservo el júbilo
de tus pupilas dilatadas,
yo reclamo la pasión invicta
de todas nuestras noches para recordarte.
Nada importa porque una afilada lucidez
pretende rescatarnos del abismo
cuando la noche nos recuerda
las fútiles cualidades del olvido.
.
{(a)noche[(s)iendo]}
Nueva es la noche con sus mitos
en esta soledad abyecta,
nueva como delirio de imaginación austera.
Nueva es la noche con sus ciclos,
con sus llantos y sonrisas,
con su pétrea imagen y estilizado canto
incapaces de entenderse con su nueva esencia.
Nueva es la noche hasta el mareo,
nueva y llorando por nosotros
como se llora ella misma
en el mortal instante del reflejo.
Nueva la noche con su gélido esplendor
esculpiendo sentimientos en olvido,
nueva como su novedad antes
ansiosamente se esperaba.
Nueva la noche en la continuidad del tiempo,
pero también triste y estorbosa
con su simbología obsoleta.
Imprinting is a form of learning in which an animal, usually during an early period of development, fixes its attention on an object with which it has its first visual, auditory or tactile experience. Thereafter, since the animal has imprinted on that entity, it follows it for the rest of its life. Unlike classical conditioning—in which an animal learns to respond through contingent and repeated presentation to a stimulus—imprinting is considered to be innate, does not require repetitious pairing and is apparently independent of the consequences of the responses to the stimulus, thus making the process irreversible. The most common illustration of imprinting, which is how it was first described by the Austrian ethologist Konrad Lorenz, is that of geese following the first object they see immediately after hatching, even if it is an empty soda can. From an evolutionary perspective, this instinctive form of learning is adaptive in that it enhances the chances of survival for newborn animals because, on average, their first contact after birth is with their mother. Dogs, which are born deaf and blind, have a particular period during which imprinting is believed to occur—usually between the third and eight week of life—and is mainly olfactory and tactile. This being the case, dog owners who play and spend sufficient time with their pets during this critical period of development can expect to have a faithful companion for the rest of the animal’s life since, based on the scent gathered from that interaction, they regard the owner as a congener.
Although my pet dog Socrates decided to adopt me at an undefined age, this particular explanation seems relevant because soon after my ex-girlfriend and I rescued him from the street he started following me around, much in the fashion of imprinting. It would have been impossible—almost inhumane—not to have taken him in. Although a puppy, the tan-colored Jack Russell terrier mix seemed to have prematurely aged, bearing a long ashen beard and an ornate Mohawk-style mane. A scoundrel had graffitied the puppy’s body and collar with gang-related insignia, making the rescue more endearing, as my ex-girlfriend and I joked that in a matter of weeks, beginning with tattoo removal, we would rehabilitate a gang member. The irony was that, especially for me, Socrates transformed me in several ways.
The most important way was that of caring for him, which renewed my interest for daily walks or bike rides where the concept of imprinting has become salient. I have to admit that this aspect is what I loved the most about Socrates, for it was effortless to walk around with a dog that only ventured to explore a few steps away from me and responded to my summoning quickly and without apparent objection. In fact, it was difficult to get him away from me. Several times at the dog park, for example, I had to run away from him so that he could interact with other dogs. Around my neighborhood, it was astonishing how obediently he followed the trail that I set for him, the reason for which I began to decrease my use of the leash—a big mistake.
Yesterday morning, as I sometimes do when I take out the trash before going to work, I asked Socrates to come along. He followed me, eager to interact with Red, a neighbor’s dog, through the back gate facing the alley. Although I was late for work, I asked Socrates to come because during the last two occasions Red had barked at me in a protesting tone. As I put the trash in the dumpster, Socrates and Red had their usual exchange, but the neighborhood’s stray cat appeared and Socrates ran after her. Since this type of chase has happened before, I was not concerned because the cat typically runs to the adjacent apartments and Socrates returns soon thereafter. This time, however, Socrates saw something on his way back, probably a squirrel, and ran to the side street, recklessly crossing it. I ran after him, in an attempt to prevent him from crossing back, but when I reached the street he darted towards me as a Chevy Suburban made its way south. All I could do was to scream “Stop!” and lift my hands in a halting motion, but it was too late. Socrates’ agonizing wail became a dagger entering my heart, followed by quintillions of pins penetrating the most sensitive parts of my human composition. When I picked him up his hind legs were twitching. He is dying, I thought, but looking at me with his apologetic puppy eyes, he began to lick away blood he was smearing on my forearms.
“It’s not my fault,” the driver screamed as she descended from the vehicle. “You shouldn’t have a dog without a leash. That’s the law, you know that, right?”
I walked to the curb, ready to exchange my soul to the devil so that Socrates would not die. The lady followed me.
“Is he OK?” she asked.
“I don’t know,” I said, wishing that she would go away.
“It’s not my fault,” she repeated. “I slowed down when I saw your hands, but it is not my fault. You shouldn’t have a dog without a leash.”
“I know that,” I said while Socrates began grunting at the lady, showing more signs of normal life. “It is my fault. Now, you have several options. You can report me to the police, you can leave or you can go with me to the vet and pay for the bill.” The lady froze. After a few seconds, she apologized.
The veterinarian informed me that Socrates did not seem to have suffered any bone trauma, but that, based on his lethargy and lack of interest in food, it was necessary to consider internal damage. During my life, I have broken bones, dislocated my right clavicle, been stabbed in my right leg or, among other things, been run over by a bicycle. After those experiences, the least of my concerns was food, leading me to believe, in the most wishful of ways, that Socrates would soon recuperate as I had done.
Socrates and I spent the rest of the day together. He continued to have no interest in food, even for his favorite treats, making the veterinarian’s lecture on possible internal damage onerously resonate as a death sentence. However, he also refused to be away from me and I harnessed myself to the hopeful idea of the healing qualities that companionship can provide. At night, I put him in bed with me. When I do this he usually crawls under the sheets and goes directly to my feet. This time, he simply lay next to my torso and adopted what can be described as a human fetal position. He woke me up at
Today, Socrates has eaten 3 hot dogs and still follows me around, although slightly limping. He sleeps more than average, most of the time on my lap. When he wakes up, he looks at me with a contrite gaze, as if simultaneously asking for forgiveness for the accident and reassuring me that everything will be fine.
I believe everything I interpret because I have imprinted on him.
y tu halagüeña piel
nutriendo mis sentidos,
(detrás de ti,
contigo;
por encima de la aflicción
y del antiguo paisaje desolado;
frente a ti,
en nosotros;
con esta urgencia de conciliar
y reconciliar el gozo;
en esta necesidad de tomar
y retomar el viaje,
de explorar terrenos nuevos o inconclusos
en nuestro jardín de sueños alimentado por la lluvia,
de tejernos hasta el final del tiempo,
de ser y dejar de ser
para renacer en nuestros brazos)
la casual incidencia de la vida es un milagro.
My indefatigable grandma, or Mami, as I like to call her, walked directly to the single illuminated bench in the otherwise dim interior of the Morelia Cathedral and carefully placed her eighty year old body on the varnished wood. I thought about how much I loved her as the light allowed me, once again, to perceive her characteristically braided grey hair and her favorite faded red sweater. Rejoicing in the almost biblical image materializing in front of me, I quickly retrieved my camera and fired a couple of shots—one of which accompanies this essay—fearing that her untiring character would lead her to walk away at any moment. I smiled, thinking to myself that the photographs would turn out to be great, even if they looked staged, and proceeded to explore the rest of the place. When I looked for Mami after a few minutes, she was still sitting in the same place, cleaning her glasses as the limited amount of sun coming through the lateral window seemed to have been divinely selected for her. I took another set of photographs and continued my surveying, assuring myself that if I had wanted to fabricate those lighting effects I would have never been able to do it. I was happy, because of the photographs and because Mami was there. She said that she had never visited the place, but I was certain that she had. After all, she claimed not to remember having gone to places we had visited together barely two years before. When I told her about my idea of going to
I wanted to see the Cathedral, but something kept me glued to Mami’s image. During the previous road trip she had maintained the fullest energy possible for her age. In fact, she had always been my accomplice in planning and realizing several road trips around her home town, but during this trip we both began to accept the effects of her age at around kilometer one thousand. Pondering on the beauty of the image, on the beauty of Mami herself, I remembered that the day before she had stumbled in a poorly lit restaurant. She had selected that bench not for aesthetic reasons or the possible warmth that the sun would provide, but because the light shining on it promised the security of a safe landing. An excruciating sense of sadness began to assail me. For years, my family and I had become increasingly aware of the loss of energy and mobility Mami had been undergoing. Intellectually, in consideration of my background in Psychology and Social Work, that awareness should have rendered my feelings as infantile, for what was appearing before my eyes was nothing but the outcome of age in every human being. I felt sad, nevertheless, because Mami was the first person to make us believe that she was as strong as a forty year old woman and because, being so attached to her, I was the first in the family to believe her. I felt sad because of my delusional naiveté. I was sad because, in spite of all the logical preparations and biblical foreshadowing, I was unwilling to accept that she would eventually die.
I sat next to her and asked her how she was doing.
“I am fine,” she said. “I was cleaning my glasses. This place is beautiful.”
I held her hand and kissed it. We then silently sat for a few minutes while I caressed her head.
“Do you want to go back home?” I asked.
“Don’t you want to go to other places?”
“Not unless you feel like going back.”
Mami remained silent for a moment.
“Actually, I am a bit worried about your uncle,” she said.
I smiled, happy to know that, as usual, she had seized the opportunity, for she would never have asked me to do something that she believed would hurt my feelings.
During the rest of my vacation, our road trips amounted to quick visits to the market or to my uncle’s house. I spent all possible time by her side: cooking, watching television, cleaning the house, talking until dawn or sleeping by her side. When I showed her the photograph at the Cathedral, she did not really care much for it.
“You are leaving in four days,” she interrupted as I told her how beautiful the image seemed to me. In denial, I did not care to know when I was leaving, but she was counting the days.
“I hate going to the airport,” she said.
Swallowing my tears, I pretended not to have heard and continued babbling about her photograph at the Cathedral.
Mami, however, was more concerned about the mental photograph of our upcoming farewell.